Adela, las metáforas de lo humano

«El narrador es la figura en la que el justo se encuentra consigo mismo».
Walter Benjamin

Con Adela (2017)1, el quiteño Modesto Ponce Maldonado emprende una exploración profunda y muy bien cifrada en torno a un tema que ha despertado, en plena posmodernidad, una serie de debates y confrontaciones: la muerte asistida o la eutanasia. Sin duda que no se trata de nada sencillo, pues de por medio hay una serie de hechos, situaciones, principios y valores en los que se pone en contradicción el carácter ambiguo o paradójico de sociedades cuyas visiones y prácticas judeocristianas quedan al desnudo, de manera particular en este lado del mundo. No hay que pasar por alto que en ciertos países de Occidente se ha legislado buscando dar respuesta a este tipo de hechos que en su profundo y revelador contenido no dejan de ser, como diría Nietzche, «humano, demasiado humano».

En Adela se narra y reflexiona sobre ese drama humano que se construye a partir de la experiencia de Luis Enrique, un biólogo de 64 años, que sufre un derrame cerebral que lo deja en estado de coma. Su esposa Adela, psicóloga, tendrá que enfrentar, junto a sus hijos, una realidad que antes les resultaba ajena. A esta historia también están convocados dos personajes que, desde sus particularidades, se convierten en las voces de un correlato que amplía, enriquece la multiplicidad de sentidos y enfoques respecto a la situación que experimenta el personaje central. Se trata de sor Elisa, jefa de enfermeras, y el médico Diego Lara, internista del asilo al que Adela, dadas las circunstancias, lleva a su esposo. Este, el segundo capítulo en la estructura de la novela, es uno de los más cruentos. Duro en lo que se cuenta, pues es una radiografía respecto a un lugar que asila esa suerte de cuerpos que, por diversos factores, han adquirido la condición, el estatuto de sujetos con los que la vida se ha ensañado de tal manera que todos son una herida lacerante. El inventario que se hace da cuenta de la existencia de un país de seres que, en su condición de vulnerabilidad, se han desfigurado como los sujetos que llegan a un lugar en donde aliviar en parte los males y dolores que tienen muchos nombres y orígenes. Un lugar en el que esos padecimientos acumulados ponen en cuestionamiento todo principio filosófico, toda confesión de fe o de supuesta verdad. Un lugar que, a su vez, es una metáfora de eso de que «el infierno habita entre nosotros».

Sucede que esta novela también es un viaje a ese submundo. Un infierno del que nadie está libre, o un averno del que muchos, de ahí aquello que acentúa el dolor, la desolación y la desesperanza, en quien vive –¡vaya paradoja!– una situación así, buscan escapar pretendiendo pasar por alto algo que resulta desconcertante como para no tener presente: un día es posible que te toque a ti o a aquella persona que es parte vital de tus días y memoria. El asilo, deviene ese otro país, quizás el más secreto, pero así mismo el más público. Esa otra sociedad que bien puede reproducir las diversas taras y sinsentidos que la sociedad capitalista profesa afuera, pero que sin embargo, muchos prefieren obviar. Aunque lo que no se dice, todo lector lo percibirá, es que ante ese animal implacable del mal, que atenta y anula la salud de un sujeto, la impotencia es un detonante que a cualquiera puede arrastrar a la locura o a buscar salidas radicales como las de la eutanasia; pero también, es la oportunidad (¿prueba de lo divino?), en la que lo humano y toda su complejidad se revela de cuerpo entero.

Y lo hace a través de las figuras, muy bien construidas, de dos personajes entrañables: el médico Diego Lara y sor Elisa. Lara vino desde ‘el más allá’ luego de haber permanecido en estado de coma, razón por la que perdió muchas cosas, incluso a la mujer que amaba (Isabel), quien al someterse a la autoridad y prejuicios paternos se convence de que su compañero no volverá a la vida, que del coma no lo sacará nadie, salvo, quizás, un milagro. Sin esperar ese milagro, y bajo esas presiones patriarcales, Isabel decide casarse, sin mucha convicción, con Alonso, un hombre bueno y de posición solvente. La sombra de Isabel y la experiencia que vivió Diego modifican su conciencia, por tanto asume el servicio a los demás como un apostolado, en el que coparticipa sor Elisa, que ha emigrado desde Italia, y cuyo pasado también es una laceración que gracias a su fe cristiana ha superado. Dos vidas que se proyectan sobre todo ese asilo de sombras, de lamentos, de una humanidad que estos dos personajes trastocan al inyectarle ese aditamento que en el mundo se ha perdido. Quizás se trate de dos herederos de Don Quijote, pues su pasión por lo humano y la solidaridad los convierte en esa especie de combatientes que buscan, se aferran, a lo que saben que germina en todo ser humano, aunque eso el orden económico imperante lo quiera suplantar por tramposos ensueños neoliberales. Nos referimos a la idea de que a pesar de esos valles de sombra por los que se transita, más incluso quienes llevan sobre sus hombros dolores inefables, siempre queda esa posibilidad, quizás remota pero real, de que lo humano y la solidaridad vuelvan a imponerse como una forma de salvación de la especie.

Este capítulo es emblemático porque las tensiones de ese debate entre ciencia, realidad y fe, se lleva con maestría. Esa tensión no llega a convertirse en proclama por lo uno ni lo otro; todos los elementos de ese debate fluyen como parte de lo que domina, por un lado a Adela, desde el azoro y la desesperación, como por el otro al médico Diego, quien volvió desde las tinieblas por obra y gracia de fuerzas que para sor Elisa se explican desde la fe. El escenario recuerda a los anillos de Dante, pero también al mundo alucinante y desquiciado, más por la tristeza y la injusticia, de Juan Rulfo. Capítulo que se convierte en la pieza clave de este mecanismo narrativo, en el que las otras piezas han sido dispuesta con tal certeza que los efectos convierten al texto en una pequeña sinfonía que desconcierta. Porque así como para Sor Elisa la música es su tierra prometida, igual lo es para Luis Enrique. Un gozo, una droga que nos pone ante la idea de ese otro nivel o sentido de lo humano que el arte es capaz de engendrar.

Sin duda, un capítulo en el que, por otro lado, al examinar la realidad más descarnada, ese estado de guerra secreta que habita en el asilo, el autor logra tensar su instrumento (¿musical?) con tal destreza que permite que la estadía del lector en ese averno sea una situación límite que, sin llegar al sermón, lo cual hubiera arruinado todo, se convierta en una de las experiencias humanas más conmovedoras y vitales que a partir de ahí la vida y la muerte serán decodificadas desde otros ángulos y teoremas.

Adela es la cuarta novela de Modesto Ponce Maldonado, un autor que siempre ha militado en la literatura, pues jamás ha dejado de ser un lector lúcido y contumaz. También tus arcillas (1997), cuentos, fue su estreno, ya con algunas vueltas encima, en el escenario de la narrativa ecuatoriana; sin duda se trató de un debut auspicioso, pues ese libro (lleva un par de reediciones) marcó algunos de los temas y obsesiones que posteriormente Ponce Maldonado irá desmontando en novelas como El palacio del diablo (2005), La casa del desván (2008) y Los lenguajes de la piel (2013). Adela no hace sino confirmar esas obsesiones y esa práctica que para quienes conocemos al autor, no deja de ser ejemplar, pues pese a todo lo que se le pudo haber cruzado en su camino, incluyendo el terminar como un «empresario de éxito», su proyecto escriturario no dejó de ser una prioridad. No quiero decir aquello de que estamos ante un escritor que publicó «de manera tardía». No, porque la llegada a la escritura, en el caso de Modesto Ponce Maldonado, es algo que le sucedió como sucede el poema, en un estado de gracia. Y ocurre que es en ese estado en el que vive sor Elisa, quien se convierte en la mejor aliada que pudo Dios otorgarle, en medio de su drama, a Adela, al igual que el médico Diego Lara. Dos criaturas que su cotidianeidad está atravesada y tensada por lo que son los mil rostros del dolor humano y de la muerte; dos personajes que nos devuelven, no solo con sus discursos, sino con su accionar, la fe en la vida y en el ser humano. Lo hacen sin caer en maniqueísmos, esos que convierten a toda profesión de fe, por ejemplo, en otra forma del poder. A ellos nunca se les ocurre pensar o decir que su camino es el políticamente correcto. Ambos no solo que dicen, sino que hacen. Sus gestos son la pedagogía no solo de ese oprimido por partida doble, nos referimos a quienes son víctimas de los quebrantos y desastres que la salud les ocasiona, sino de quienes están al otro lado de la orilla pensando o suponiendo que ese filón del infierno no los alcanzará. Una pedagogía que ilumina, sin que esto se convierta en la catequesis del buen y ejemplar cristiano, desde lo que fue (lleve los nombres que lleve y salga desde todos los registros religiosos posibles) la llamada fe puede suscitar.

Quizás esa sea, en el fondo, la sustancia de la que está forjada esta novela conmovedora, pues sucede que las consecuencias de esa pedagogía, que jamás llega al adoctrinamiento (Modesto Ponce Maldonado es un confeso apóstata), lo cual no quiere decir que sus personajes tengan que serlo. Los gestos más elocuentes, los más reveladores y avasalladores de esa pedagogía, son los que desde la incertidumbre, la desazón, la impotencia y el derrumbe moral, resurgen como esas flores alucinantes que se empecinan a crecer en un muro de cemente en medio de una ciudad amorfa, en la que a ninguno de sus inquilinos, apremiado por las teorías del exitismo, se les ocurre reparar que existe, peor echarle unas cuantas gotas de agua. Esa es la pedagogía de esas otras formas del amor que se le revelan a Adela, para quien antes solo eran parte de una historia que contaban los otros, o que alguna vez leyó en ciertos libros o esas revistas sensacionalistas. Una pedagogía, se lo sugiere sor Elisa, que no se convierte en la panacea para superar el dolor que irrumpe desde el objeto y sujeto de su pasión (Luis Enrique), sino que es capaz de acabar con una serie de amarras, camisas de fuerza, ataduras que le van a permitir, como a los lectores de esta fábula lúcida y alucinante, escuchar lo que desde el otro lado Luis Enrique es capaz, con algunos indicios sutiles, de revelarle.

Tal vez, la exploración en la que nos involucramos con este texto de belleza perturbadora, es llegar hasta la médula de lo que significa la experiencia de su esposo, quien hasta ayer tenía una vida colmada de todo lo que el cielo es capaz de otorgarnos, y que en un giro de las casualidades, como dice Sor Elisa, todo empieza a tener el rostro de aquello de lo que nadie quiere hablar, peor encarar, pero eso es parte de aquello que nos convierte en humanos, pues, como advierte el médico Diego Lara: «No es sencillo entender que la muerte es parte de la vida».

Notas

1. Quito, ‘Campaña por el Libro y la Lectura Eugenio Espejo’, 2017. Este texto mereció Mención de Honor en el Concurso Nacional de Novela Corta La Linares, Quito 2016.